domingo, 27 de septiembre de 2009

Un poema y diecisiete haikus de ASHPA SÚMAJ (2003)






                                                                            Fotografía: Flor del monte (Antonio Cruz)



El poema

XII

Al final de los tiempos

donde el silencio es canto y letanía

ya no sufro la espera desdichada

de la lóbrega muerte.



He descubierto en las palabras

la permanencia gloriosa de la vida.







LOS HAIKUS


II


Gota azulina

vacila contra el cielo.

Brilla el lucero



V

Cuelgan del cielo

mis lágrimas dolientes.

Trémula noche.



XVII

Flor de mi tierra.

Morena santiagueña

de ojos oscuros.



XVIII

Luna obcecada,

se resiste a la muerte.

También mis sueños



XIX

Sol que tortura.

Sed de tierra reseca

nuestros veranos.



XXII

Bajo la lluvia

la tarde cenicienta

es luminosa.



XXVI

Sones del viento.

En lo alto de la sierra

bebo las nubes.



XXVIII

Viajan silentes

cruzando el horizonte

mis sueños grises



XXX

Visten el aire

las voces de los grillos.

Canta la noche.



XXXI

Penas al viento,

la tierra resignada

de amargos surcos.



XXXVIII

Desesperada,

adherida a las piedras,

late la hiedra.



XXXIX

Decapitado

relámpago negruzco.

Noche sin luna.



XLII

Polvo y arena,

paraíso de soles,

monte y misterio.



XLVI

Dulce embeleso,

embrujo de los montes.

Gracia y ensueño.



LI

Jeroglífico

de terciopelo y astros

cielo nocturno.



LXII

Murmura el río

el cielo está callado

cae la noche.



LXIX

Murmullo suave,

la canción de los montes

viaja en el viento.



sábado, 5 de septiembre de 2009

DÍA DEL INMIGRANTE. EL VIAJE (Cuento) Año 2001

En el día del inmigrante un cuento sobre la inmigración árabe en Santiago del Estero.


Fotocomposición: Santiago y Siria (Antonio Cruz)


EL VIAJE
(Primer premio de Narrativa, Concurso literario “La Inmigración
Árabe en la Provincia de Santiago del Estero” organizado por
el Consulado de la República Árabe de Siria. Julio/2001)



El tren cortaba el paisaje santiagueño levantando una densa polvareda. Por las ventanillas, abiertas debido al calor, entraba tanto polvo que dificultaba la respiración. Don Abdala había subido en Suncho Corral un rato antes y no sentía ni el calor ni el polvo. Las incomodidades no contaban ahora.
Sentado en el duro asiento de madera terminó de secarse las lágrimas y mientras su mirada se perdía en la distancia se dejó atrapar por la nostalgia. La despedida había sido dolorosa. Una verdadera multitud formada por hijos, nietos y amigos habían colmado la estación. Después de cuarenta y cinco años de ausencia volvía a su “pago” natal.
Cuarenta y cinco años ya. ¡Toda una vida!
Su mente enumeraba cada momento de su existencia. Su infancia en Makfar al Hamman, aldea enclavada en el valle del río Eufrates ( Al Furât en la lengua del viejo país) donde había repartido su tiempo entre el cuidado de las ovejas de la familia y los inocentes juegos infantiles en sus riberas. Años más tarde, cuando transitaba la adolescencia, fue el viaje a la provincia de Hama en busca de nuevos horizontes. Un pedazo más de tiempo y la familia se instalaría en un suburbio de Damasco.
Y en Damasco, Nahiara, la de ojos oscuros y mirada profunda, misteriosa y seductora; envuelta siempre en su negro albornoz que seguramente escondía sus generosas grupas y sus perfectas piernas. Nahiara robándose cada uno de sus sueños.
Ese mundo se había transformado en un instante con la carta del tío Farid. Su vida dio un vuelco. Superando su propia tristeza y la de su familia había preparado febrilmente el viaje hacia América. Tras la dolorosa despedida impregnada de promesas viajó como pudo hasta Lataquia y en cuanto hubo conseguido el pasaporte turco logró embarcarse. Las semanas haciendo escala en cada uno de los puertos del Mediterráneo y la dura aventura de cruzar el océano habían templado su espíritu.
La llegada a Buenos Aires también estaría teñida de misterio. Menos mal que allí estaba su tío Farid para ayudarle con las dificultades del idioma extraño y con su encuentro con una nueva cultura. Después, el viaje a Suncho donde habrían de sorprenderlo las semejanzas con su suelo natal. En los primeros inmigrantes árabes de la zona encontraría una nueva familia que lo habría de recibir con los brazos abiertos. Poco a poco fue encontrando su lugar. De vez en cuando recibía alguna carta del “pago”, pero a medida que el tiempo transcurría, el apego a su nueva tierra era mayor.
Mucho tiempo después se enteraría de la muerte de sus padres y del casamiento de sus hermanos, pero para ese entonces, él ya era un criollo más.
Cuando se casó con la hija de unos “paisanos” y llegaron los hijos, terminó de adoptar éste suelo y Nahiara se había transformado en un lejano recuerdo. A pesar de todo, Don Abdala nunca había olvidado sus raíces. Y ahora, casi medio siglo más tarde, en el ocaso de su vida, iba en busca de ellas.
Sin su esposa ( muerta unos meses antes) sus hijos lo convencieron para que visitara su lejana tierra de nacimiento. El se merecía un viaje como éste.
El grito del Guarda anunciando la proximidad de Matará lo sacó de su estado de ensoñación. El tren se detuvo con su típico ruido de frenos. Incontables vendedores recorrían el andén y los pasajeros comenzaron a subir. Frente al “turquito” se sentó una pareja joven que lo saludó amablemente. Tuvo la certeza de que iban hacia Buenos Aires en busca de los mismos sueños que lo habían traído a éstas tierras El tren reinició su marcha.
Don Abdala trabó conversación con los jóvenes. Tendrían todo el camino para charlar y hacer menos largas las horas. Entre mates y tortilla al rescoldo, mientras el tren devoraba distancias, ellos le contaron sus ilusiones. Llegado su turno Don Abdala les habló de sus primeros tiempos en Suncho, cuando acompañaba a su tío Farid a Santiago a comprar mercadería, la que después vendían en los parajes rurales del departamento Figueroa. Viajaban durante largas horas en tren hasta Clodomira y desde allí nuevamente en tren hasta la capital provincial. Al principio usaban una carretilla y luego, cuando las cosas mejoraron, pudieron hacerse con una carreta lo que les facilitaba el trabajo y les ampliaba la clientela. Mas tarde, con su casamiento, abriría su primer “boliche” con la ayuda financiera de su tío y su suegro.
Lo que más impresionaba a los jóvenes, era la ansiedad y excitación con que Don Abdala hablaba del inminente viaje a su tierra natal. Describía minucioso cada ciudad y hablaba de Farbom, Damasco o Alepo como si el día anterior hubiera estado por allí. Pese a las noticias sobre la guerra en el Líbano, cuando aludía a su visita a Beirut para visitar a una de sus hermanas, sus ojos brillaban entusiasmados.
Pasaron Añatuya casi sin darse cuenta y la noche fue tragándose el día sin piedad. Cerca de la medianoche Don Abdala se quedó dormido.
Se despertó confundido. El implacable sol del desierto lo aturdía. ¿Qué ocurría? ¡El estaba en el tren en viaje a Buenos Aires para embarcarse a Siria! Comenzó a caminar bajo la bola de fuego. A lo lejos distinguió una mancha verde. ¡Eran Palmeras! Caminó más rápido para llegar al oasis, pero cuando estuvo cerca las palmeras se transformaron en un tupido monte de Itines, quebrachos y algarrobos. ¡Estaba soñando!
De pronto notó que el cielo se oscurecía rápidamente. Llegó la noche y se encontró deambulando por las ruinas de Palmira. Alarmado por un gran estruendo asomó cuidadoso su cabeza por encima de unas paredes derruidas y vio un gran campamento. Eran las tropas del Califa que había conquistado el mundo. Alrededor de las hogueras y mientras los cabritos se doraban, las odaliscas danzaban al son de cítaras y tamboriles acompañadas por un furioso batir de palmas. Pero... ¡No era la música que él recordaba de su infancia! ¡Eran chacareras!
Su confusión no tenía límites. Se encontró vagando por los tranquilos suburbios de Alepo y al instante siguiente corría por las riberas del lago de Homs. No alcanzó a darse cuenta y ya estaba metido en la febril actividad del puerto de Lataquia donde embarcaba la flota del Sultán. En pocos minutos caminaba con una caravana de camellos por las costas del Eufrates. ¡Pero no era el Eufrates! ¡Era el Salado! Y no era una caravana. Iba con su tío Farid en una carreta cargada de mercadería. ¿Y esa ciudad? ¿Era Damasco? Vagaba impresionado por los alminares de las Mezquitas y escuchó la voz aguda del Almuecín llamando a las oraciones para alabanza del Profeta. Y la letanía nostalgiosa del Muecín transformándose en una vidala. Un sordo rumor le llamó la atención. Eran los tanques del Ejército que partían hacia la guerra.
Una mujer caminaba hacia él. ¿Era Nahiara?. ¡Sí! ¡Era ella!
Nahiara extendiéndole la mano.
Se sentó sudoroso y vio que en el vagón todos dormían. Sentía un agudo dolor en el pecho y le faltaba el aire. Intentó despertar al joven que dormía enfrente de él y supo que ya no tenía fuerzas. En aquel instante supremo y postrero, Don Abdala tuvo la absoluta certeza de que su viaje por la vida terminaba de arribar al último destino.